Crónica de un Sitges bajo pandemia.
Es octubre, y en el calendario cinéfilo este mes tiene un nombre y apellido: “Sitges · Festival Internacional de Cinema Fantàstic de Catalunya”. Religiosamente, cada año y ya desde hace 53, fanáticos de las películas de ficción se reúnen en esta ciudad llena de magia y de mar. Y aunque algunos casi no lo hayamos creído posible, este año no ha sido la excepción de la regla.
Convengamos que nada es lo que fue y que nuestra vida social y cultural ha tenido un cambio drástico desde que este virus nos ha invadido cual película de terror biológico. Sí, damos por hecho que la realidad puede competir con la ficción y ahora todo indica que esta le está ganando a lo que fantaseaba un día Soderbergh en su Contagium: la vacuna no llega en sólo un par de meses y – por suerte y de momento – no nos hemos transformado en seres incivilizados en búsqueda de comida y agua, pero por poco. Basta ver una vez a la semana las noticias y lo descabellado que están algunos por allí y por aquí también. En este contexto, pensar si quiera en un evento masivo como es Sitges parecía algo descabellado y completamente imposible, como lo fue Cannes junto con muchísimos otros festivales a lo largo del primer semestre de este 2020, siendo el Berlinale el último festival de este tipo en realizarse (el que me perdí porque dicen que soldado que arranca sirve para otra guerra), en un lejano febrero, donde aún no caíamos del todo en la que se nos venía.
Pero bueno… pasó la primera ola (olé) y vino el verano y también el tiempo para parar, mirar y analizar todas las posibilidades. Sabemos que no podemos congelar para siempre el cine, el teatro, los conciertos, o cualquier tipo de evento cultural porque los necesitamos para el alma y para no destruir la vida de todos los que están detrás de estas actividades. Las artes no se hacen por “arte de magia” y son tan importantes como el funcionamiento del banco de la esquina, la frutería, el bar de Manolo y todo aquello que nos mantiene en este sistema en el que vivimos. Basta con pensar en lo que significaron en cuanto a distracción, consuelo y como nos han transportado a otro lugar todas las películas, series, canciones y libros que pudimos haber disfrutado en confinamiento… nada de eso existiría sin personas que los imaginan, proyectan, realizan y distribuyen en el mundo. En este contexto, hacer de Sitges un evento presencial era imprescindible, aunque complejo; y por ello transformarlo en un festival híbrido ha sido una apuesta arriesgada, pero efectiva. A pesar de no poder ser virtualmente internacional, las posibilidades de ver la programación permiten echar a andar la máquina y no quedarnos estáticos, sin mostrar las producciones que se han realizado ya y que necesitan una ventana de promoción. Los que tenemos la suerte de poder estar ahí nos la jugamos, nos enfundamos las mascarillas, nos embetunamos en gel hidroalcohólico y nos sentamos en una sala donde esperamos y confiamos en el sentido común del público (o en la vigilancia de la organización, en su defecto).
Este ha sido un festival muy distinto, eso está claro. Tenemos otras normas, otras condiciones, las ubicaciones no son por orden de llegada y a los acreditados nos han dejado relegados a un lateral o un balcón, lo que se entiende debido a que no tenemos entradas numeradas, pero no es tan guay. Al final de todo, somos animales de costumbres y ya queda claro que una buena ubicación la tendrás si llegas temprano. Sí se ha visto bastante menos gente acreditada en industria. Lógico, pensando en que las fronteras no funcionan como siempre y realmente nadie sabe cuáles son las condiciones para dejarte entrar o salir de este, el rincón europeo casi con más casos nuevos de esta tortura invisible. Lo mismo con los participantes invitados, que han sido casi todos de cosecha local o de la vecina Francia. También ha cambiado la manera de apropiarse de la ciudad, la distancia social es un imperativo en todas las actividades paralelas, se eliminó la zombie walk y la programación de papel no ha estado prácticamente disponible. Bueno, pero todo esto no le quita el mérito de lograr una realización impecable, sin atrasos, sin problemas y sin casos positivos que desemboque en una paranoia colectiva. Bien. Más complejo ha sido la recta final, cuando las restricciones se han endurecido y ha sido necesario cancelar eventos paralelos, re-agendar y modificar horarios de funciones vendidas con mucha antelación (sin contar con el miedo automático del público y la complicación añadida al no contar con mesas en restaurantes para comer). Pese a esto, todo ha seguido adelante y se ha disfrutado muchísimo hasta el último día de festival, que parecía una celebración post maratón, llegando apenas a la línea de meta, muy contentos y emocionados, porque todos los que estuvimos ahí lo hemos logrado… hemos visto lo que hemos querido, no nos hemos enfermado (de COVID, por lo menos) y lo hemos pasado genial en este respiro necesario, por lo menos para el espíritu de una cinéfila adicta a los festivales, como yo.
Pero como somos humanos -esta especie que más merece la extinción- y casi todo el mundo presente ahí estaba igual de paranoico y cuidadoso que yo; nunca deja de existir el personaje que cree que toda norma está para romperla. Ok, ok, todos hemos sido rebeldes, pero… en este caso… ¿para qué? ¿Para incomodar al del frente y los de los lados viendo cómo el pelmazo se saca la mascarilla en medio de la función, bebiendo una cerveza y moqueando? ¿Para estar más cómodo mientras todo el resto del planeta Sitges se banca la mascarilla todas las horas necesarias por algo tan básico como el sentido común? Sí, ese sentido de comunidad, de pensar que si todos colaboramos en proteger al otro seremos mejores personas, o, por último, más empáticos, más lo que en teoría solíamos llamar “humano”. Puede que la pandemia me haya transformado en una pseudo-neo-hipi progre eco-comunitaria. Probablemente. Qué ganas de que esto fuera un sentimiento generalizado… pero, en fin, por algo estamos como estamos hoy, aquí en la segunda ola sin vida nocturna. Ya, volvamos a lo que os tiene aquí leyendo: lo que nos ha dejado un nuevo festival de cine fantástico.
El límite de lo fantástico.
Este año Sitges se sintió distinto. No logro distinguir si esa diferencia ha sido porque nuestro límite conocido entre realidad y fantasía ha sido movido drásticamente después de este 2020 y ya no nos sorprende tanto lo que nos ofrecen como ficción, porque de momento en este planeta todo desastre es posible, salvo (y quién sabe) una invasión alienígena; o porque la producción cinematográfica de este año en general está en una especie de meseta creativa, donde nada es realmente nuevo o fascinante en el punto de vista autoral. Tengo la sensación (con excepciones memorables) de que el grueso de las películas no llegó a llenar el nivel de satisfacción experimentado en años anteriores… pero ¿seré yo? Quizás este chapuzón distópico que nos ha caído me ha hecho insensible. No lo sé. No lo creo. De hecho, pienso que, por el hecho de estar tan entusiasmada por estar ahí, terminé de ver películas que en otra oportunidad hubiera dejado a la mitad y con rabia. Esta vez las terminé, sí, pero con más rabia aún, porque desperdiciar una buena idea con una mala gestión del ego no tiene perdón. Tampoco se perdona pecar de ingenuo ni de obvio.
Y menos a estas alturas del siglo XXI. O es que las generaciones de cineastas jóvenes (me parece que yo ya no lo soy) han eliminado la capacidad de decir cosas sin tener que llegar a la obviedad del discurso y han abandonado el arte de darle la oportunidad a la imagen para que hable por sí sola, llenando las escenas de descripciones en off, construyendo monólogos y diálogos sordos, o montando secuencias innecesarias que lo único que hacen es debilitar la trama con sus excesos retóricos. Me pregunto ¿para qué? Mal que mal, ¿el cine no se trata de decir algo a través de imágenes en movimiento, acaso? ¿O ahora, en este mundo de sobreinformación instantánea, el cine se ha transformado en otra cosa?
En esta versión logré devorar 27 películas en 25 sesiones bien repartidas entre películas de Francia, Canadá, EEUU, Rusia y España. Me quedo en la retina con las que puedo contar con mis manos y sin duda alguna mis favoritas están en el mundo de la ficción que están realizando en Francia, representado con un gran número de realizaciones, tanto en la Competencia Oficial, como en Nuevas Visiones.
Bueno, basta de blablá y vámonos al lío. Aquí está lo que para mí fue lo mejor -y lo terrible- de este Sitges 2020:
Vive la France!
Esta devoradora se dio un banquete de cine francés y quedó bastante contenta con (casi) todos sus bocados. Aquí el por qué.
Descifrando la Era
Porque las generaciones actuales tienen nuevos terrores, que se juntan con los clásicos de ayer y hoy, merecen ser vistos en pantalla grande…
la otra pandemia
¿Existe algo peor que la pérdida de la ironía, de lo crítico y de lo que Barthes llamaba lo obtuso? La obviedad es la nueva pandemia cultural y vaya sí que asusta…